viernes, 27 de abril de 2012

Extraños en la noche de Iemanjá - novela policial



NOVELA:
EXTRAÑOS EN LA NOCHE DE IEMANJA

AUTORA: Araceli  Otamendi
"Quienes venían a honrar a la diosa (Afrodita, salida de las aguas) - cuenta Juvenal según el libro perdido-, llevaban presentes de oro y plata, telas de lino, biso y otros materiales preciosos, y si esos presentes eran aceptados, tanto los paños como los objetos pesados se iban al fondo. Si al contrario eran rehusados y rechazados, se veía sobrenadar los paños y hasta todo aquello que estaba hecho de oro y plata y materiales lo bastante pesados para no flotar naturalmente"
Damascius, "La vida de Isidoro"
Capítulo 1.
Ahora desde el jeep el hombre veía como la mujer bajaba la escalera corta y angosta hasta la playa. La mujer caminaba descalza y llevaba un monito tití sobre la espalda, las manos del monito enroscadas en el cuello de la mujer. Visto desde atrás parecía una estola de piel pasada de moda. La mujer del monito, pensaba el hombre, tenía la cara parecida a un retrato que alguna vez su ex-mujer había colgado en la cocina. El cuadro era de Edward Munch pero el hombre no lo recordaba. La mujer tenía una cara de rasgos angulosos y era alta y flaca y caminaba rápido, como una liebre, pensaba, mientras la seguía por la playa. Era la noche de Iemanjá y los dos, la mujer y el hombre caminaban por la arena fría esquivando las velas encendidas que, chispeantes arrojaban su luz en hebras amarillas y rojas desde los nichos de arena, evitando pisar las flores que un rato más tarde la gente arrojaría al mar.
Era noche cerrada y la oscuridad casi no permitía distinguir entre el cielo y el mar. En la playa mucha gente vestida de blanco parecía rezar. Los rezos parecían ir y venir como las olas porque cada tanto el tono de las voces se alzaba, se mantenía monótono sobre sí mismo algunos instantes para luego decaer y recomenzar. El hombre alto, flaco, desgarbado, vestía unos jeans deshilachados, una camisa blanca arrugada y una campera. Se sentía cansado. Era su décimo viaje en jeep ese día y dentro de un rato volvería como todos los días llevando los turistas a la ciudad. Hacía sólo quince días que el hombre trabajaba como conductor del jeep y en esos quince días había estado observando a la gente que vivía en el lugar.
Era una villa de pescadores, la mayoría de las casas de material y techo de paja: al frente de casi todas había un bote amarrado, en algunos casos una lancha.Todas las casas eran de los pescadores que en el verano las alquilaban a los turistas mientras ellos se iban a vivir a construcciones hechas con caños o a improvisadas viviendas bajo la tierra.
Se había puesto de moda entre cierta gente aburrida de las vacaciones convencionales pasar una temporada en esa villa donde no había casinos ni boliches ni restaurantes. La mayoría de los que alquilaban las casitas eran artistas, pintores, escritores o sicoanalistas que detestaban los ruidos de la ciudad. También había gente deseosa de matar el aburrimiento y se aburría más que nunca al no encontrar qué hacer. Algunos bebían hasta el amanecer en el único bar. Otros pescaban hasta hartarse del olor a pescado que llevaban a sus casas y que casi nunca nadie cocinaba por no saber cómo hacerlo o no tener ganas y después de varios días terminaban tirando los pescados podridos al mar.
El hombre se detenía apenas mirando las caras. En el aire había olor a lluvia que se adivinaba también por algunas nubes que como un telón metálico caían sobre el mar. La playa estaba iluminada sólo por la luna redonda y blanca y el resplandor amarillo de las velas en la arena.
La mujer del monito había encontrado algunas flores sueltas cerca del encaje de espuma que dejaban las olas sobre la orilla y el hombre pensó que las arrojaría al mar. Pero, como siempre se equivocaba con sus predicciones acerca de las mujeres. Ella tiró las flores hacia el otro lado, sobre la arena y siguió caminando.
Las flores iban volviendo poco a poco traídas por las olas y el hombre había averiguado esa misma tarde, cuando el sol parecía alumbrado por una lámpara roja en el horizonte, de qué se trataba el ritual.
En realidad le habían explicado a medias, ya que el hombre que se lo había contado parecía no querer hablar más. Según la creencia si el mar devolvía las flores era mala señal. De lo contrario, la diosa del mar Iemanjá protectora de los marinos y de los pescadores había aceptado la ofrenda y recompensaría a sus hijos brindándoles sus frutos durante todo el año. La diosa come picoca y cabrita asada con miel le habían dicho también pero el hombre no lo recordaba. Seguramente, pensó el hombre, si ella no arrojó las flores al mar no comparte las creencias del lugar. Eso tendría importancia? se preguntó. No lo sabía. Casi nunca sabía nada. sólo recordaba una frase que su ex-mujer le había dicho o tal vez era una de sus tías de Villa Ballester o el diario de aquél pensador galés Thomas A. Redford: nada de lo que parezca importante lo es en realidad, ni nada de lo que parece no serlo carece de importancia. Después de todo, pensaba, todo lo que le sucedía, ocurría demasiado tarde para tener importancia. como todo lo que le había pasado en su vida, le llegaba a destiempo. El amor, el hijo, los más lejanos e inalcanzables deseos se le habían ido cumpliendo, cuando ya - ni siquiera estaba totalmente convencido - deseaba eso. Se lo había planteado al salir de la cárcel. Cuando lo metieron preso acusado de haber matado a una mujer. Entonces, al salir, se dijo que nada le importaba más que la libertad.
Cuando la mujer del monito se dio vuelta y miró hacia atrás se encontró con la mirada extraña del hombre. Vio los ojitos azules, las pestañas oscuras, el pelo largo, rubio y desprolijo, la barba incipiente con puntitos grises de dos o tres días. Le recordaba a no sabía quién, tal vez un actor italiano. Qué querría, se preguntaba.
El monito parecía sonreir mientras miraba al hombre y ahora los dos, el monito y la mujer lo observaban. Y los tres, el hombre, la mujer y el monito contemplaban el lejano espectáculo de la gente vestida de blanco agrupada en la playa recogiendo flores devueltas por el mar.
Inesperadamente el hombre preguntó:
- Usted piensa que la gente de esta playa cree que alguna diosa del mar puede aceptar o rechazar su ofrenda de flores?
- Tal vez sí, respondió la mujer. -Seguramente esta gente necesita creer en esto como podría creer en cualquier otra cosa señor Ludwig
- ¿Cómo sabe mi nombre?
- En esta villa, señor Ludwig, uno puede llegar a saberlo todo
- Y usted, ¿cómo se llama?
- Lila
- Es un lindo nombre - dijo él . La mujer no contestó.
Caminaban otras vez por la arena fría y Ludwig caminaba a su lado y el monito sobre los hombros de Lila no dejaba de mirar al hombre. Parecía un náufrago caminando en la arena, pisando la espuma, el agua fría, las piedras. Toda vida es un proceso de demolición, recordaba. Eso lo decía Scott Fitzgerald, pero él no lo sabía. Como sabía tantas cosas que su ex-mujer no sabía y no sabía tantas como ella sabía y que seguramente ninguno de los dos imaginaba que el otro sabía.
- Es una cuestión de límites - dijo Lila retomando el hilo de la conversación. Ahora los dos caminaban muy cerca, uno casi junto al otro, el monito sobre uno de los hombros de ella mirando fijamente a Ernesto Ludwig y él observando la cara de ella, leyendo su expresión, miraba fijamente las facciones de ella hasta deletrear el más mínimo gesto. No veía el rostro de la noche oscura, sereno, sembrado de ojos mirando a la playa.
- ¿Límites? - preguntó Ludwig mientras seguían caminando sobre la arena fría
- Si usted puede creer, crea lo que quiera, siempre y cuando pueda asumir sus consecuencias. Nadie puede obligarlo a creer en Iemanjá, Oxalá ni en cualquier orixá. Tampoco en Jesús, la Virgen María, Buda o Alá ni en cualquier cosa que usted no quiera creer. Tampoco nadie puede decirle a usted que desista de sus creencias. Todo es parcial, señor Ludwig, si lo consideramos desde un solo punto de vista.
- Y usted ¿qué cree que cree Lila? preguntó él admirándose por lo que le parecía una conversación profunda.
Lila se largó a reir, la risa se ancló en el viento, sonó a burbujas, a cascada.
- ¿Usted nunca se hizo esa pregunta a sí mismo?
Ludwig no le contestó.
Mientras seguían caminando, Ludwig se preguntaba qué le diría ahora a esta mujer. Las palabras de Lila lo desconcertaban tanto como las de Rosa Té, la sicoanalista, cuando después de haber hablado de Freud durante más de dos horas había encendido velas y arrojado jabones y flores blancas al mar como ofrenda a Iemanjá.
La noche parecía arder y consumirse con las velas encendidas y los rezos lejanos de la gente conjurando a Iemanjá habian puesto a Ludwig de un humor especial. A lo lejos se veían las luces encendidas del único bar.
El bar era de material con techo de chapas. Las chapas tenían canaletas pintadas de verde oscuro por fuera, blancas por dentro. De pared a pared cruzaban algunas vigas y de una viga colgaba la jaula de un pájaro. Ludwig jamás habia visto un pájaro de colores tan brillantes. Amarillo, azul, rojo. O tal vez sí, en el zoológico de Hamburgo, no lo recordaba. En cambio a Lila no parecía llamarle la atención. Como si estuviera ausente. ¿En qué pensaba? Pero los dos sí sentían el olor a cazuela de mariscos, pan tostado, pimentón dulce y un olor amargo de algún menjunje. También el olor a madera de pino, como de árbol recién cortado y renacido en un objeto que parecía tener vida, pensaba Lila. El bar estaba lleno y Ludwig y Lila se habían sentado en una mesa doble y el monito también ocupaba una silla.
El dueño del bar depositó dos platos de camarones con ajo y perejil en la mesa, una botella de cerveza y dos vasos. Al dueño del bar le decían Pirata porque tenía un parche negro que le tapaba un ojo y que nadie sabía verdaderamente si le faltaba o no. Era un hombre de unos treinta años, de pelo rojo y largo. Tenía una boca delineada y femenina como si se hubiera pintado los labios y usaba zapatos de tacones altos que le daban un aire risueño.
- ¿Le gusta? - preguntó Ludwig mientras señalaba al pájaro.
- Debe estar muerto de aburrimiento - dijo Lila con expresión aburrida. No había terminado de hablar cuando el monito trepó de un salto a las vigas y empezó a chillar. La razón de que el monito estuviera frenético se debía a una lagartija adherida a una pared. Ludwig y Lila querían atrapar al mono que llamaba la atención de la gente del bar pero el animal sólo accedió a bajar cuando Pirata le ofreció una banana que comió de inmediato. El monito arrojó la cáscara amarillo verde en el plato de Ludwig y chilló alegre. Ahora, el mono sentado junto a Lila miraba a Ludwig y éste, después de comer el último marisco del plato y beber un trago de cerveza preguntó:
- ¿Hace mucho que está en esta playa, Lila?
- Dos meses, más o menos. - ¿Y usted?
- ¿No me dijo que en este lugar se sabía todo?
- Es cierto, o casi todo. Pero igual me parece mejor preguntarlo.
- Ludwig sacó del bolsillo de la campera un paquete de cigarrillos rubios y ofreció uno a Lila.
- No fumo - dijo ella con voz de maestra de escuela primaria.
- ¿Siempre es así para contestar?
- A veces.
Ludwig encendió un cigarrillo y se quedó pensando. ¿Qué le pasaría a esta mujer ahí sola con ese mono? El silencio se hizo largo, lento como en un sueño. Había en ese lugar, en esa noche una especie de sortilegio. Tal vez era ese resonar de tambores o los mantras que aquellas personas vestidas de blanco cantaban invocando a Iemanjá, la diosa del mar. Pero ¿qué cosa pedían? Ofrecían velas y flores ¿a cambio de qué? Y la diosa del mar ¿qué les devolvería? Ludwig se hizo esa pregunta muchas veces. Pero los pensamientos se interrumpieron de golpe. Un ruido seco y después algo así como un estallido y miles de partículas de vidrio se esparcieron por la mesa de Ludwig y Lila. Los comensales dejaron de comer y todos miraron hacia ese lugar. El monito gritaba. Los mozos dejaron las bandejas en la barra del bar y corrieron hacia ahi. Pirata salió del bar. Todos buscaban la respuesta. Pero fue Ludwig quien lo vio primero, envuelto en el piso con una cinta roja y negra. Era algo pesado, parecía una piedra. El tamaño era el del puño de un hombre adulto y lo habían arrojado como un proyectil. Ludwg guardó el hallazgo en uno de sus bolsillos. Pensó que nadie lo había visto.
Afuera se escuchaba el redoble de algunos tambores, diez, tal vez quince hombres. Tocaban el tambor y caminaban, bailaban. Eran sonidos perturbadores. ¿Quién había sido? ¿por qué habían arrojado ahí el paquetito? Lila miraba a Ludwig desde un ángulo del bar atenta a todos los movimientos de él. Los parroquianos volvieron a sentarse y el mono parecía indiferente abrazado al cuello de Lila. Un mozo barrió los pedazos de vidrio y limpió la mesa, y todos siguieron comiendo un rato después como si nada hubiera ocurrido.
- Usted tiene en el bolsillo un trabajo pedido a Exú Maré - dijo Lila. Ludwig no sabía de qué le hablaba pero sí veía los reflejos dorados en los ojos de Lila.
- El papel que envuelve la piedra dice el nombre de la persona que se quiere alejar .- dijo Lila. El pelo oscuro caía lacio sobre los hombros de ella, era tan oscuro como la noche, pensaba él. Como ella, tan oscura, no podía leerla en este momento.
- ¿Usted sabe algo o le parece que sabe? - preguntó Ludwig
- A veces sé cosas, no me pregunté cómo. También sé que usted no vino a esta playa para llevar turistas.
- ¿Lo sabe o tal vez le parece?
- A veces preferiría no saber, pero también sé que es policía.
- Ex policía, en todo caso.
- Podría haberlo disimulado, hace rato que vi el revólver que tiene en la espalda.
-¿Podría contestarme algunas preguntas?
- Todo depende, señor Ludwig.
- Es sobre un muerto, un hombre que apareció ahogado en esta playa.
Capítulo 2- Extraños en la noche de Iemanjá
Excepto por las túnicas de batik y las calzas rayadas que usaba para ir a la playa, Rosa Té Andrade era una mujer que físicamente no se destacaba en nada. La madre de Rosa Té le había exigido que estudiara dos carreras universitarias y Rosa Té la había complacido y se había atiborrado de libros desde chica. Rosa Té no había conocido tantos novios como las demás compañeras de escuela, en cambio su madre había cambiado de marido y de amante tantas veces como había querido.
Ahora, mientras las velas de las ofrendas a Iemanjá se apagaban afuera, Rosa Té intentaba dormir. Tenía mucho sueño pero no quería abandonarse a él. Algo temería. Se incorporaba en la cama y su mirada se detenía en los tres vestidos blancos comprados a Iré, la mujer de un pescador de la playa. Iré viajaba cada quince días a San Salvador de Bahía y traía vestidos y telas blancas con puntillas para vender.
Rosa Té había corrido las cortinas blancas y las había vuelto a abrir. Por la ventana se veía un pedazo de noche oscura y nublada.
Apenas se escuchaban escasos sonidos, el murmullo ahogado que se instalaba junto a la oscuridad y no cesaba hasta que los primeros haces de luz empujan la noche hasta dejarla convertida en un despojo.
Cuando Ernesto Ludwig golpeó la puerta, Rosa Té saltó de la cama y se quedó escuchando con la oreja apoyada en la madera.
- Soy Ludwig, el conductor del jeep, por favor ábrame.
Rosa Té abrió la puerta, el mínimo indispensable para cerciorarse de quién era y lo reconoció. Se quedó mirando a Ludwig como si fuera sagrado. No esperaba que un hombre la fuera a visitar y menos a esa hora.
- Estaba dormida - aclaró Rosa Té y después preguntó: -¿Pasa algo?
- ¿Puedo pasar? - dijo Ludwig
- Está bien - contestó la psicoanalista
Ludwig entró a la casa y mirando a Rosa Té dijo:
- Lila, su amiga, me dijo que usted quería ir en mi jeep al pueblo.
- Lila no es mi amiga - aclaró la psicoanalista.
- Lila, su amiga - insistió Ludwig - me dijo que usted quería ir en mi jeep al pueblo.
- Lila, Lila no es mi amiga - aclaró nuevamente Rosa Té. - Además quería ir al pueblo temprano.¿No le dije que estaba durmiendo?
- Entonces me voy - dijo Ludwig
- Ahora que está, quédese - dijo la psicoanalista e invitó a Ludwig a sentarse.
Ludwig entró a un comedor chico separado de la cocina por una cortina de tiras de plástico multicolor y se sentó en un sillón mientras observaba el lugar.
Un sillón trapezoidal de plástico y almohadones de colores, collares de vértebras de tiburón colgaban de las paredes sin ningún equilibrio. Ludwig miraba ahora sus pantalones como siempre arrugados. Desde que trabajaba como conductor del jeep en esa playa jamás se había planchado la ropa. Se cambiaba cuando tenía ganas o cuando se duchaba. Y eso no ocurría todos los días.
Rosa Té fue hasta la cocina y Ludwig aprovechó para escudriñar una pila de libros. Uno tenía un señalador y Ludwig lo abrió y leyó la página marcada: El caso del hombre de los lobos, era el título y el autor era Sigmund Freud. Ludwig leyó algunas líneas, le parecía tan interesante como esas historias de Rad Bradbury que Mónica, su ex mujer leía siempre en voz alta cuando estaban casados. Este pensamiento lo alegró y escuchó entonces la voz de Rosa Té:
- ¿De qué se ríe señor Ludwig? Todos mis libros son de psicoanálisis y el psicoanálisis es algo muy serio. - A ver, permítame - dijo Rosa Té mientras le arrancaba a Ludwig el libro de las manos. Después sostuvo el libro bajo un brazo mientras le entregaba un vaso de caipirinha al detective.
Rosa Té también tenía un vaso de caipirinha en la mano.
- Creí que era ciencia ficción, me gustan esas historias - aclaró Ludwig. Pensaba seguir hablando pero se detuvo ante la expresión de furia contenida de Rosa Té. Le parecía un torito blanco a punto de embestirlo. Decidió cambiar de tema y enfocó su atención hacia los vestidos blancos colgados en la pared.
- ¿Todos los vestidos son suyos?- preguntó.
Rosa Té había cambiado la expresión, ahora no se sabía si estaba más furiosa que antes, tal vez disfrazaba sus sentimientos porque dijo con voz falsa y tono dulzón:
- Los compré para el cumpleaños de mi mamá. Ella cumple ochenta años y soy la encargada, como hija mayor, de festejárselos. La psicoanalista bebió de un trago el resto de la caipirinha y su expresión airada se manifestó en ese momento. Parecía resignada. Seguramente no conocía la frase de Antonio Muñoz Molina:
"aunque no seamos responsables de los primeros círculos de nuestro infierno somos los responsables de la arquitectura final".
- Mi mamá cumple ochenta años y el día de la fiesta mis hermanos, mis sobrinos y yo tenemos que representar una comedia - dijo Rosa Té.
Ludwig abrió los ojos e hizo un gesto invitando a la psicoanalista a continuar. Pero ahora Rosa Té hablaba con voz cansada, como si la envidia que siempre le había tenido a su madre por ser ella misma y por vivir según como le diera la gana hubiera cedido bajo el peso de su sometimiento.
- Desde que mamá se divorció de mi papá, se quitó siempre veinte años, ha falsificado los documentos y con mi complicidad y la de toda la familia representaremos la comedia ante su amante, cuarenta y cinco años menor.
Rosa Té bebió un enorme trago de caipirinha y tal vez para acompañarla Ludwig hizo lo mismo. Ludwig se quedó pensativo durante algunos segundos. Pensó en sus tías de Villa Ballester tan poco afectas a lo mundano, excepto aquélla, esa tía tan cómplice de sus amores, de sus juegos. Tan cómplice había sido, que había obtenido su aprobación para cubrir sus aventuras con el soborno de un beso en la boca.
¿Cómo sería la madre de Rosa Té?- se preguntó Ludwig. Entonces recordó la frase "por sus frutos los conocereis". Rosa Té era el fruto, quizá uno de los frutos de esa mujer que ahora lo intrigaba, pero lo que contaba de la madre le parecía inverosímil. Aunque no, le había ocurrido en varias oportunidades que señoras bastante mayores se le insinuaran. También Rosa Té intentaba atraer su atención. Le parecía una mujer agria y tan poco vital y se veía tan pálida como la mariposa nocturna pegaba ahora a la superficie del vidrio de la ventana. ¿Las mariposas viven un día? ¿Cuántos días de su vida había vivido realmente Rosa Té? ¿Y él? ¿A qué le llamaba vivir ella? ¿A qué le llamaba vivir él? ¿La intensidad fijaba los límites de la vida-vida? Hacía tiempo que la idea de que estar vivo era ser él mismo le daba vueltas en la cabeza. Pensar, amar, inventar, crear, cada día conlleva su propia invención. ¿Y a él? ¿quién lo había inventado?
El detective se acercó hasta el insecto y lo tomó de un ala. Un polvillo brillante y plateado impregnó los dedos índice y pulgar de Ludwig. Unos segundos después el insecto volaba dentro de la habitación. Ludwig se acercó a la ventana. Se veían algunas siluetas vestidas de blanco caminando por la playa. También en la arena quedaban algunas velas encendidas iluminando el azul negro de la oscuridad y se escuchaban algunos mantras:
"E com seu barco
que elas vao navegar
vou pedir a Mae Iemanjá
e ao povo d´agua
para navegar"
Ludwig y Rosa Té ya habían bebido dos caipirinhas y escuchaban las voces más límpidas y veían los colores más nítidos. Ludwig había puesto cara de duda o de ignorancia o una mezcla de ambas que siempre le había dado resultados cuando no quería hablar demasiado.
- ¿Su madre está enferma? - preguntó el detective interrumpiendo el silencio que hasta ese momento le parecía tan quieto y blanco como las paredes.
- No, ella está sana como un ángel - dijo la psicoanalista.
Ludwig miró a Rosa Té, pensaba que nada era real excepto el azar y era el azar quien había organizado que él estuviera ahí, en ese momento.
Después Ludwig dijo:
- En realidad estoy aquí porque Lila me dijo que usted quería ir en el jeep al pueblo.
- Puede ser que lo haya dicho cuando tuve ganas, pero ahora no, estoy cansada y quisiera dormir. Se sentía tan muerta como un clavo oxidado y preguntó:
- ¿Cómo está Lila?
Ludwig tomó un cuaderno que estaba sobre el sofá con un gesto casi automático y mientras miraba sus ojos dijo:
- Supongo que bien. Y preguntó: -¿Cuánto hace que conoce a Lila?
La psicoanalista le arrebató de las manos el cuaderno con apuntes sobre sus pacientes y dijo con voz estridente:
- Esto no le incumbe señor Ludwig. Pronunció Ludwig haciendo hincapié en cada una de las letras como si las mordiera. - Podría contestarle que hace mucho que conozco a Lila, o tal vez poco, depende.
-¿Depende de qué? - insistió Ludwig.
- Los veranos son cortos. Uno conoce gente pero en realidad no la conoce si no la trata durante todo el año. Yo puedo compartir con alguien el verano pero durante el invierno no lo veo y lo vuelvo a ver el verano siguiente. Entonces no sé si realmente conozco o no a esa persona. Creo en lo que decía Bernard Shaw, el único que lo conocía era su sastre porque tomaba sus medidas cada año.
Ludwig miró a Rosa Té e hizo un gesto que podía significar cualquier cosa. La psicoanalista interpretó que él tenía sueño y dijo:
- Tengo sueño señor Ludwig y usted también. Enseguida agregó: - ¿Vendrá a la fiesta de mi madre?
- Depende - dijo el detective. El también jugaría con esas respuestas.
-¿De qué?
- De ciertas cosas.
- ¿Qué cosas?
- Necesito saber algo. Usted debe saber algo, habrá escuchado comentarios...
- ¿Qué clase de comentarios?
- Hace unos días apareció un hombre ahogado en esta playa.
- ¿Es policía? ¿Usted es policía? - preguntó Rosa Té con inquietud.
- ¿Por qué se le ocurre algo así?
- Por las preguntas, por la cara, debí imaginármelo.
- Tal vez se equivoque, ¿y si fuera un delincuente?
- No estaría aquí, los delincuentes temen a los psicólogos, son psicópatas, señor Ludwig.
-¿Y los policías no?
Rosa Té no le contestó. Prefirió seguir hablando de los preparativos de la fiesta de su madre. Rosa Té volvió a decir que dentro de dos días su madre cumpliría ochenta años y le festejarían el cumpleaños número sesenta. El hijo de Rosa Té pronto se recibiría de médico y sus sobrinos eran adolescentes. Por lo tanto deberían inventar otro parentesco delante del amante de doña Leonor Martínez de Andrade.
Ludwig interrumpió entonces a la psicoanalista:
- Usted me está invitando a una fiesta que no tiene ganas de organizar. ¿Por qué lo hace?
- Casi todas las fiestas han sido iguales para mí, han girado alrededor de mi madre, de sus maridos y de sus amantes.
El detective miró a Rosa Té con aire divertido mientras pensaba que a él le hubiera gustado tener una madre así, tan humana. Casi como una de sus tías, aquélla, la del beso en la boca. Con un gesto invitó a la psicoanalista a seguir hablando.
Rosa Té se despachó entonces con un montón de frases que le hubiran valido en BuenosAires varias sesiones con su analista.
- Estoy harta - dijo. - Estoy harta de que ella se gaste en hombres la fortuna que mi padre nos dejó a mi hermana y a mí, ella es una adicta a los hombres señor Ludwig.
- ¿Le parece mal?
Rosa Té recompuso su imagen y como si estuviera frente a un espejo, dijo:
- Soy exitosa, soy una persona muy exitosa.
Ludwig pensó que esta mujer se odiaba a sí misma. Rosa Té siguió hablando de su carrera como psicoanalista, dijo que le había llevado quince años de estudio y de sacrificios. Le había restado a la vida para estudiar, el estudio era su vida y su vida ¿qué era? La psicoanalista lagrimeó. Ludwig la miraba sin decir nada. Ignoraba que Rosa Té hacía lo mismo en Buenos Aires cuando las sesiones con el psicoanalista no le alcanzaban y entonces recurría a cualquiera, al que estuviera más cerca: el florista, el ferretero, el paseador de perros que en la gran ciudad abundan, y todos podían escuchar sus problemas. Pero ella sabía que los vínculos más fuertes eran con su psicoanalista y con John, su perro. El amor humano, el amor con una pareja se había esfumado en su vida y jamás había vuelto, jamás volvería, había pensado.
Extraños en la noche de Iemanjá- Capítulo 3
Después de andar un tiempo por la playa, Ludwig estacionó el jeep entre dos médanos y se estiró en el asiento como un gato. Apenas quedaban unos pocos hombres y mujeres vestidos de blanco esperando la respuesta de Iemanjá, rezaban y la melodía de sus mantras junto al murmullo del mar acunaron a Ludwig hasta que se durmió. Las huellas de un perro sin amo en la arena húmeda jalonaban el camino libre alrededor del mar. Muchos años antes, Ernesto Ludwig había pasado un verano ahí, en esa playa. Lo había hecho con Mónica, su ex-mujer, cuando todavía estaban casados y cuando todavía creían en los veranos en los hoteles, y en la filosofía de las canciones populares. El detective sentía el aire nocturno y fresco, y no vio a Lila caminando por la playa sin el monito al hombro ni vio tampoco cómo se desvanecía más tarde la luz de las estrellas en el cielo claro.
Ludwig abrió los ojos y vio a lo lejos algunos hombres con sus redes en el agua. En la playa, flores blancas y mustias deshechas por las olas y una larguísima franja marrón de mejillones sobre la arena mojada. También había preservativos, vidrios rotos y botellas vacías de plástico. Se bajó del jeep y estiró las piernas mientras bostezaba como un animal. Después se lavó la cara y la piel tirante por el sol y la sal. Enseguida miró la tarjeta casi robada de la casa de Rosa Té. ¿Tendría que ir primero a la casa de Lila? No lo sabía. Decidió dirigirse a la posada Los hipocampos y puso el jeep en marcha.
Mientras andaba en el jeep por la arena, Ludwig se sentía aplastado, pulverizado por el calor blanco del verano. Si no hubiera sido por el monito, pensaba, la otra noche podría haber hablado con Lila acerca de lo que lo había traído a esta playa. Habría podido decirle que él era un detective de la más ínfima categoría y que tenía una oficina en un viejo edificio de la Avenida de Mayo en Buenos Aires. Cómo había comenzado todo aquella tarde. Habían golpeado la puerta de la oficina de Ludwig varias veces antes de que ésta abriera y se encontrara con una mujer menuda, uno sesenta de estatura, de unos cuarenta y cinco años, pelo castaño y grandes ojos grises. Si no hubiera sido por los ojos, pensaba Ludwig, su cara hubiera pasado completamente desapercibida. A no ser por la cirugía que sí se le notaba. Tal vez los pómulos algo inflados como los de una muñeca barbie y la nariz demasiado respingada. Ludwig observó rápidamente el maquillaje: sin duda estaba demasiado pálida en contraste con el color de los brazos que lucían un tono bronceado.
La mujer tenía un vestido color verde, era de marca y zapatos haciendo juego. En una mano sostenía un maletín de cuero blanco. Ludwig la hizo pasar pensando que se había equivocado pero la mirada atenta de la mujer no parecía la de alguien desorientado. Ella entró en la oficina y paseó la mirada por las paredes descascaradas, la ventana enmarcando la luz estridente del día caluroso. Era enero en Buenos Aires y se veía la sombra de las palomas caminando por la barandilla del balcón casi a punto de desprenderse de ese edificio viejo de la Avenida de Mayo. Una de ellas parecía de peltre. Ninguno de los dos había presenciado la escena de un hombre estrangulando una paloma a unos cincuenta metros de ahí. Pero sí lo había hecho una mujer joven, que comía un sandwich sentada en la plaza. El hombre era un vagabundo con ojos desorbitados, se había lanzado sobre el pájaro que comía migas de pan en el suelo y lo había tomado con las manos. Con una mano le retorció el pescuezo, después la dejó tirada y huyó del lugar.
Ludwig hizo sentar a la mujer en un sillón, frente a su escritorio. Los dos se quedaron en silencio durante algunos segundos. Después de mirar unos instantes la foto de Marilyn Monroe con los frágiles ojos mirando hacia la cámara, que alguna vez Mónica, su ex-mujer le había regalado, Ludwig dijo:
- Usted dirá.
- Vine por dos motivos, señor Ludwig- dijo la mujer casi gritando. Recién entonces Ludwig se dio cuenta que la música del casette de Soda Stéreo seguía sonando a todo volumen. Casi siempre le ocurría eso, ponía la música a todo lo que da y se olvidaba mientras escribía los informes de sus investigaciones en la computadora.
- Vine por dos motivos - repitió la mujer sentada ahora en el único sillón entero de su oficina. Los demás sillones estaban rotos o desvencijados.
- Antes que nada, me llamo Marta Agastizabal.
- La escucho - contestó Ludwig. Pensó en ofrecerle una cerveza de las que guardaba en la heladera, después pensó que era mejor esperar un rato.
- Hace unos días recibí una llamada de la prefectura del Uruguay, señor Luddwig. Me comunicaron que mi marido había aparecido muerto en una playa. Viajé y en la oficina de la prefectura me entregaron una bolsa de plástico con su jean, su camisa, el cinturón con sus iniciales y los zapatos.
- ¿Está segura de que pertenecían a su marido?
- Estoy segura. Pero el cadáver que me mostraron era irreconocible. Estaba destrozado por las rocas. La mujer dijo estas palabras casi con cansancio, como si las hubiera repetido muchas veces en distintos lugares y ahora estuviera hablando para sí misma. Tal vez como una actriz, pensaba Ludwig, que ha ensayado reiteradamente su papel .
A Ludwig se le presentó la escena: el cadáver de un hombre flotando en el mar, depositado blandamente en la arena de la playa y recordó las ofrendas a Iemanjá. ¿Qué clase de respuesta de la diosa del mar había sido ésta? Ahora que se aproximaba a la posada Los Hipocampos, la pregunta daba vueltas en su mente y seguía recordando:
- Si su marido no era ese hombre ¿tiene alguna idea de dónde puede estar?
¿alguna vez se fue de su casa por un tiempo muy largo sin decirle nada?
Willy Agastizábal no era Wakefield, el personaje de Nathaniel Hawthorne, podría haber dicho Marta. Pero no lo hizo. ¿Quién no tuvo alguna vez ganas de despedirse del marido o de la mujer por algunos minutos y no volver más?
- Nunca, señor Ludwig, Willy viajaba durante días, a veces eran meses, pero siempre me llamaba, me decía dónde estaba. Unos días antes de la noticia de recibir la noticia de su muerte, Willy me dijo que tenía un negocio muy grande entre sus manos y que no lo iba a dejar escapar. Willy vivía de sueños, señor Ludwig, era un niño grande dispuesto a creer en un sueño más y más grande.
La conversación se había empantanado. La mujer estaba seria y Ludwig decidió que era el momento de ofrecerle una cerveza bien fría. Fue hasta la heladera y volvió con dos botellas heladas en una mano. Destapó una y la sirvió en un vaso y se la ofreció a la mujer. Marta Agastizábal bebió el líquido de un trago. Después empezó a hablar mientras Ludwig recién destapaba la otra botella.
- ¿Usted cree que su marido no es el muerto encontrado en la playa?
- No lo sé, tengo una leve sospecha, una sospecha casi diluida de que él está vivo en alguna parte, se oculta en algún lugar, pero no sé dónde ni cuál puede ser el motivo. Tengo que encontrarlo, señor Ludwig y usted tiene que ayudarme. Y si el muerto es Willy, alguien lo asesinó.
- ¿Por qué piensa que soy el indicado para investigar la muerte de su marido?
- Porque usted tiene ideas tan absurdas como Willy, señor Ludwig. Ideas tan absurdas y brillantes como él. Willy creía que el triunfo se consigue lo suficientemente a menudo como para que las ideas más absurdas parezcan brillantes.
- ¡Un momento! ¿Cómo sabe tantas cosas de mí?
- Usted trabajaba en la policía, ahora trabaja por su cuenta y en un país como éste, vivir con un trabajo así es absurdo y un éxito al mismo tiempo.
Ludwig se sentía sonreir. Le gustaban las palabras que pronunciaba esta mujer. Aunque le parecía que estaba interpretando un papel muy bien estudiado.
¿Acaso no éramos todos actores? Las ideas absurdas con las que triunfan, pensaba Ludwig. Colón, Galileo, Edison y Graham Bell no hubieran hecho ningún descubrimiento si se hubieran ajustado a las ideas de su época, de su momento. El hubiera necesitado una mujer así, como ésa que tenía frente a él. En cambio Mónica, con su terrible lógica, jamás lo había acompañado en ninguna empresa. Ni siquiera cuando se le ocurrió instalar un criadero de pollos en la provincia de Buenos Aires o cuando quiso cultivar zapallos en una chacra. Pero no habían sido más que ideas sin llevar a la práctica.
La mujer había abierto el maletín y había depositado los ordenados ladrillos de billetes de cien y de cincuenta dólares sobre el escritorio de Ludwig.
- Treinta mil para empezar - dijo Marta Agastizábal.
- ¿Por qué piensa que voy a tomar el caso?
- Usted fue expulsado de la policía y estuvo en la cárcel por haber matado a una mujer.
- Lo primero es verdad, lo segundo es falso.
- El juez le otorgó los beneficios de la duda.
- Sí, contestó Ludwig.
- Yo soy de las que piensan que la duda siempre trae beneficios.
Ludwig nunca lo supo pero esa frase fue el inicio de una lealtad. La duda había sido la bandera más importante de la vida del detective. Todos los eslabones de sus fracasos habían sido cincelados por la duda. Una mujer una vez le había dicho:
"Ser el campeón mundial de los perdedores es una forma de ser ganador". Esa misma mujer una hora más tarde lo abandonaba para siempre. Se llamaba Mónica pero ésa es otra historia.
- Está bien, dijo Ludwig. - Voy a iniciar la investigación, quiero que me dé más datos, qué clase de amigos tenía, los sitios que frecuentaba, su agenda, quiero que me diga todo lo que sabe.
- Willy ya fue dado por muerto por la compañía de seguros, señor Ludwig. Había dejado una póliza de diez millones de dólares que ya cobré.
Quiero que lo encuentre, que encuentre a Willy si está vivo, o si el muerto que encontró la prefectura es él, quiero que encuentre al asesino de Willy y que lo juzguen. Sólo puedo confiar en alguien que haya estado en la cárcel y que conozca a los criminales. No confío en la policía, ni en abogados ni en nadie.
- ¿Por qué piensa que yo soy el hombre indicado para encontrar al asesino de Willy o para encontrar a Willy vivo?
-Porque usted me hace dudar y estoy harta de la seguridad, señor Ludwig. Elegirlo a usted puede ser el mayor acierto o el peor error de mi vida.
Ludwig la miró unos momentos sin decir palabra. Después fue hasta la heladera y sacó otras dos botellas de cerveza y las abrió. Las botellas estaban cubiertas por una capa finísima de hielo que blanqueaba el color oscuro del vidrio. Era una tarde calurosa, afuera la gente caminaba de prisa, mirando fijo hacia ninguna parte. Ludwig puso las botellas sobre el escritorio y ofreció una a Marta Agastizábal. Esta había comenzado a beber y el líquido color oro parecía teñirle los ojos grises, ahora, más relajada buscaba algo en los bolsillos. Después de algunos segundos extrajo un sobre de correo aéreo y lo entregó a Luwig. Éste leyó durante un rato la carta de Willy Agastizábal a su mujer.
Estaba escrita con tinta estilográfica y letra grande y apurada. Comenzaba con las palabras: Mi querida Marta y terminaba con las palabras: tu amor Willy. Entre esas palabras se combinaba una mezcla de libertad y remordimientos, peripecias del viaje y juramentos de amor eterno.
- Le pedí que volviera a Buenos Aires, señor Ludwig, se lo pedí a Willy muchas veces, no me gustaba que viajara tanto.
-¿Por qué lo hacía?
- Ya le dije que Willy era un soñador. Seguramente estaba en busca de una quimera, de un gran sueño.
- Y usted sabe algo de ese sueño.
- Sí, señor Ludwig, estuve casada con él durante más de veinte años.
Marta señaló los billetes ordenadamente apilados en el escritorio de Ludwig. Esa cifra era más de lo que ganaba el detective trabajando durante varios años. El maletín de cuero de la mujer costaba más de lo que él ganaba durante varios meses de trabajo.
- Sé que va a encontrar a Willy vivo o va a descubrir al criminal - dijo Marta.
El detective ató su pelo largo con una bandita elástica sujetando su edad inciera en la cara joven. Después de haberse casado y divorciado, de haber trabajado en la polícía y haber estado en la cárcel acusado de asesinato, después de haber viajado varias veces a Europa y a distintos países de América en otras tantas oportunidades, consideraba que su edad era tan incierta como su vida. Le gustaba vivir así, caminando sobre una cuerda sin red abajo, haciendo equilibrio sólo con sus brazos, con sus pensamientos dirigidos hacia un solo punto: el de no caerse. Le gustaba gozar del peligro, vivir al día con la seguridad plena de no saber jamás lo que iba a hacer una hora más tarde, tal vez diez minutos más tarde.
- Está bien, señora Agastizábal. -Voy a aceptar. Voy a hacer todo lo posible por encontrar a Willy o al culpable de la muerte de su marido. Usted va a pagarme los gastos y el pasaje a Uruguay. Ahora quiero que me cuente todo, absolutamente todo lo que usted sabe de Willy. Los amigos, si tenía socios, qué otras relaciones tenía, como vivía. Sí, señora Agastizábal, es la única manera de iniciar la investigación.
Marta Agastizábal iba por la cuarta botella de cerveza y ahora había encendido un cigarrillo. Tal vez no le resultaba fácil contarle a un desconocido eso que se le había clavado en el corazón como un estilete.
Ludwig miró a la mujer fijamente a la cara y después dijo:
- Y si Willy apareciera vivo, ¿usted devolvería esos diez millones de dólares a la compañia de seguros?
- Por supuesto, Willy vale mucho más que esa cifra, señor Ludwig.
Extraños en la noche de Iemanjá- capítulo 4
Ludwig detuvo el jeep en la playa, frente a la casa de Lila. Las cortinas estaban corridas y en la playa sólo se veían a un lado las jorobas de arena de los médanos sin vegetacióon y al otro lado las olas con espuma fresca. El detective decidió seguir el camino que se había trazado desde el principio, es decir desde hacía cinco minutos. Calculaba el tiempo según la luz del sol, hacía mucho que no usaba reloj. Seguramente, pensaba, desde que lo habían echado de la policía. Y eso había sido antes de que Mónica le hubiera dado aquélla sopa fría, tan helada. Había sido el principio de la separación. Recordaba una frase de sus tías de Villa Ballester: "en el fondo, nada termina" y se sintió sonreir.
Unos minutos después el detective se desvió de la huella de la playa hacia los médanos. Había visto unos árboles frondosos a lo lejos y en un punto un aviso bíblico que hablaba de una vida mejor. Era la publicidad de un nuevo champú. Pero no pensaba en que tal vez era alguno de esos champúes que se prueban en los ojos de los conejos hasta dejarlos ciegos, para comprobar que no irritan los ojos.
El detective se detuvo frente a la posada Los Hipocampos. Era un hotel viejo, venido a menos. Ludwig bajó del jeep y caminó hasta la entrada. No había timbre y golpeó las manos. Pero nadie respondió. Estuvo un tiempo largo mirando el enorme salón vacío, con pisos de mosaico rojo oscuro, paredes blancas de cal y varias panoplias con espadas, sables y escopetas colgadas de las paredes. Ludwig volvió a golpear las manos en el salón. Parecía que el lugar estaba deshabitado desde hacía mucho tiempo. Casi como él, ahora sentía como si hubiera vivido mil años sin tener conciencia.
Afuera, a unos cien metros, se veía una enorme estructura de chapas acanaladas, tan alta como el molino de agua que jamás podría haber estado en un cuadro de Van Gogh. Ludwig decidió investigar en el galpón ahora que todos los huéspedes del hotel parecían dormir. Caminaba por el pasto, el día había desplazado a la noche y el canto de algunos grillos daba una sensación de paz. Ignoraba que por ahí, según decían los nativos del lugar, vivía Ossain, dios de las hierbas, dueño del matorral. Sólo la brisa fresca que producían las hojas de los árboles hamacándose le acariciaba la cara.
Pensaba en distintas cosas al mismo tiempo. En el misterio que rodeaba a ese lugar, en su ex-mujer Mónica y en lo que diría si estuviera ahí junto a él, y también pensaba en Rosa Té, la psicoanalista. Cuando llegó al galpón encontró la puerta cerrada con candado. Le resultaba imposible abrirla, entonces sacó la pistola beretta de la sobaquera y de un culatazo rompió el candado y entró. A lo lejos se escuchaba el ladrido de algunos perros. Después, el relincho de un caballo. Ludwig se sorprendió, en lugar de encontrar un tractor como esperaba, había un avión ahí adentro. ¿Para lo qué guardarían en el galpón? En realidad esperaba ver máquinas, herramientas pero no eso. En cambio estaba frente a un focker amarillo. Tenía las alas limpias como un pájaro después de la lluvia. El detective caminó alrededor del halcón de metal. Se preguntó nuevamente cuál sería el motivo para tener un avión guardado ahí y le vinieron a la mente otras preguntas. ¿Quién lo pilotearía? ¿Sería un indicio para seguir la investigación por ese lado? Por ahora, eran interrogantes sin ninguna respuesta. Después se dedicó a mirar algunas armas, escopetas y pistolas colgadas de las paredes del galpón. ¿Quién sería el dueño de todo eso? Tenía la sensación de ser mirado por alguien desde ahi adentro. Sintió una respiración sigilosa y luego escuchó un chistido. Una lechuza con unas crías sobre una buharda volvió a chistarlo y Ludwig le hizo una mueca. Pero la sensación de ser mirado era continua. Ludwig observaba las paredes donde colgaban toda clase de herramientas, ninguna estaba oxidada y comenzó a revisar entre los objetos. Serruchos de hoja ancha, martillos, madera cortada y apilada prolijamente y también una especie de armario lleno de frascos con tuercas y tornillos, semillas, hilos, nidos de pájaros, carros sin ruedas lámparas desarmadas. Entre esas cosas Ludwig descubrió una caja de fósforos de la segunda guerra y una radio. Uno de los frascos cayó al suelo y un montón de semillas se desperdigaron como municiones y arrancaron un nuevo chistido a la lechuza. Ludwig comenzó a juntar los granos y estaba haciendo eso cuando un sonido de motor lo interrumpió. Entonces se incorporó y giró sobre sí mismo con las piernas levemente separadas en posición de hacer fuego y delante de él, junto a la puerta vio a un hombre sentado en una silla de ruedas con una Smith treinta y ocho con el percutor levantado apuntándolo.
Fue curioso lo que pasó en ese momento. Ninguno de los dos bajaba su arma, los dos inmóviles en la misma posición como si cada uno de ellos se mirase en un espejo. Ludwig recordó aquélla vez en que había dejado el trapo empapado con el líquido de limpiar armas "tres en uno" y había tomado su pistola para guardarla. Mónica había aparecido en ese momento y lo miraba. Nunca había podido olvidar esa mirada. Era como si los dos hubieran descubierto algo extraño en los ojos del otro, algo desconocido y jamás visto hasta entonces. Cuando un hombre empuña un arma se convierte en otro hombre. Ninguno de los dos había pronunciado palabra, tal vez ninguno de los dos lo había pensado, pero esa mirada de Mónica jamás abandonó la memoria de Ludwig.
- ¡No se mueva! - dijo el paralítico.
Entonces Ludwig supo que su pregunta acerca de quién era el dueño del avión ya tenía la respuesta.
Sin hacer ningún movimiento que pudiera poner nervioso a su interlocutor, el detective dijo:
- Está bien, amigo, no me voy a mover. Entré aquí por error.
El hombre que le había apuntado con un arma tenía la cara desfigurada seguramente por alguna quemadura.
- Mi nombre es Ludwig - dijo el detective. - No encontré a nadie en el hotel.
- Está bien- dijo el hombre. - Creí que venían a robar.
-¿Usted siempre entra así a los lugares? - Me llamo Renzo Olivera - se presentó. - Soy el dueño del hotel.
Ludwig miró al hombre. Pensó en que no sería fácil aclarar las cosas y buscó una nueva excusa:
- Disculpe, sólo buscaba un lugar para dormir, y pensé que tal vez me podía acomodar aquí, en este galpón.
-Antes dejaba dormir aquí, cuando no había lugar en el hotel. Después me cansé.
-¿Por qué?
- Se robaban las herramientas. Un día se llevaron el tractor.
- ¿Y eso? - preguntó Ludwig mirando el focker amarillo.
- Lo tengo para mis viajes. Estoy paralítico desde hace años.
- ¿Tendrá una habitación en el hotel para mí?
- Sí, claro - dijo Renzo.
Los dos hombres, uno caminando y el otro en silla de ruedas fueron hasta el hotel sin decir palabra. Había sido un encuentro extraño, desafortunado, pensó Ludwig. A veces los encuentros entre las personas podían ser así y nadie sabía después qué curso seguirían.
En la puerta del hotel había una yegua zaina atada a un poste. Al ver a los dos hombres la yegua relinchó y el paralítico se acercó al animal y la acarició.
- ¡Guayna, Guayna! - dijo. - Tenemos un nuevo huésped.
La yegua relinchó y Renzo volvió a acariciarla.
- ¿Es mansa? - preguntó el detective.
- Ya lo creo. Puede tocarla, si quiere. - ¡Guayna! Guayna! - repitió.
La yegua volvió a relinchar y Renzo Olivera sonrió. El diálogo entre el hombre y la yegua se repitió varias veces.
Una vez adentro, el paralítico que dirigía la silla con una mano, se acercó al mostrador de la recepción y tomó una llave, la número 7 y se la entregó a Ludwig.
El detective miró la llave y el número y la guardó en un bolsillo. Pensó que ese número le traería suerte para su investigación.
Renzo Olivera abrió el cuaderno donde registraba los huéspedes y le preguntó el nombre y la ocupación.
- Ernesto Ludwig, guía de turismo - dijo.
- ¡Qué raro! Nunca lo había visto por aquí.
- Empecé hace unos días - contestó Ludwig y Olivera lo miró con desconfianza. Seguramente quería leer en el rostro de Ludwig y lo indagaba con la mirada como si estuviera frente a un espejo.
- Antes de ir a la habitación, quisiera desayunar - dijo el detective.
- Va a tener que hacerlo afuera, porque servimos el desayuno dentro de una hora.
Luwdig salió del hotel. Al detective le intrigaba la historia de ese hombre en silla de ruedas. No tardaría en conocerla unos días después, a través del mismo Olivera, cuando Ludwig le preguntó la hora y éste se largó a contar una historia.
Renzo Olivera había sido aviador igual que su padre. El padre se había matado en un accidente cuando el avión privado que piloteaba se estrelló contra la ladera de una montaña y los dos ocupantes murieron. El hecho fue descubierto por dos niños que paseaban por ahí y que robaron las pertenencias de los muertos. Una semana después uno de los niños había confesado todo en la comisaría del pueblo. Del padre, Olivera conservaba el reloj que llevaba puesto el día de su muerte y que habia sido robado y devuelto por los niños que descubrieron el avión y los cadáveres.
El detective desayunó en el pueblo y volvió al hotel media hora después y se encontró con un gato negro de piel lustrosa que lo observaba a él y otros huéspedes en la puerta de entrada. Ya era la media mañana y muchos aprovechaban para ir temprano a la playa. El gato tenía los ojos verdes como un metal refulgente y estaba sentado sobre una pila de carbón cerca de la entrada. Parecía el propietario de todos los secretos del lugar, mientras lamía tranquilo sus patas.
Al volver al hotel, Ludwig se encontró en la puerta con una mujer de unos ochenta años acompañada de un hombre de unos treinta y inco. El gato,Olivera y Ludwig clavaron los ojos en la extraña pareja. La mujer era rubia y tenía el pelo atado hacia arriba y rematado en un rodete con un moño rojo, llevaba en la mano un ramito de flores color lila y una sombrilla de tela también roja. El hombre tenía el pelo oscuro, peinado con gel arriba y hacia atrás, las puntas eran largas y sobrepasaban el cuello. Tenía brazos musculosos y ofrecía el brazo izquierdo a la mujer. Parecía gozar de un delicioso buen humor. De ninguna manera parecía el hijo, tampoco el nieto, pensaba Ludwig. Ni el detective ni Olivera hicieron comentarios mezquinos acerca de la pareja aunque intercambiaron una mirada cómplice. Ludwig sabía muy bien lo que era tener veinte años sin saber lo que era tener quince, cumplir los treinta antes de saber lo que era tener veinte, tener cuarenta y pensar como alguien de treinta.
Olivera se acercó a la yegua y la acarició. Ludwig pensaba entablar una conversación más audaz con el dueño del hotel . Pero no tuvo tiempo porque un automóvil convertible rojo había estacionado frente al hotel. Lo conducía una mujer rubia, bronceada. Ni bien apagó el motor, la mujer abrió la puerta y bajó del auto con una canasta llena de frutas. En ese momento Ludwig advirtió que la mujer tenía muy buenas piernas y era alta y delgada. La cara de la rubia casi no se le veía, porque se había puesto unos anteojos oscuros que le cubrían los ojos y buena parte de la frente y los pómulos. Ludwig pensaba en el comentario que hubiera podido hacer Mónica al ver a esa mujer bajar del auto como una diva del cine de los años ´60.
La mujer se acercó a Olivera y le dio un beso en la mejilla y enseguida dijo:
- No había uvas ni peras. Recién entonces miró a Ludwig y después a Olivera, de nuevo, interrogándolo. - Perdón, no sabía que estabas acompañado…
El detective le extendió la mano y la mujer se la estrechó sin firmeza. Tenía la mano fría y Ludwig la retuvo durante algunos segundos que aprovechó para mirarla a los ojos. Aunque no pudo hacerlo porque ella conservaba puestos los anteojos de sol.
- Ernesto Ludwig, guía de turismo.
- Bijou - dijo ella y agregó: - Espero que le guste el lugar. Fue entonces cuando Ludwig advirtió que la mujer tenía cierto aire de condesa en el despectivo mohín de la boca apretada. Aunque Ludwig nunca había estado cerca de una condesa, suponía que era así como debía lucir. Ludwig nunca entendió por qué en la Argentina muchas personas tenían esa predilección por las princesas europeas y por las revistas que hablaban de esos temas.  Le parecía ridículo e inverosímil, que se hablara de condesas, príncipes y princesas. 
La mujer tenía apuro por salir del espacio visual de Olivera y del detective y dijo:
- Nunca lo había visto por aquí.
- Empecé hace poco, llevo turistas con el jeep. Pero Ludwig no tuvo tiempo de decir nada más. La mujer se había ido hasta la cocina.
Ludwig se quedó pensando si sería Bijou quien piloteaba el focker o tal vez se lo alquilaba a alguien. También se imaginó a Olivera piloteando el avión, aunque tal vez no pudiera hacerlo. ¿Adónde irían? Olivera tal vez tuviera algunos negocios, quién sabe. Sólo intuía que Olivera y Bijou le traerían complicaciones en la investigación.
Ernesto Ludwig se alejó del hotel rumbo a la playa. Quería hablar con Leonor Martínez de Andrade. Ese era el nombre de la mujer rubia con el rodete y la sombrilla roja. Si caminaba rápido tal vez alcanzaría a la pareja enseguida. Por eso no vio como Olivera se dedicaba a tallar una madera con una especie de estilete. En la madera se recortaba el perfil de la yegua.
En la cocina, Bijou desplegaba en la mesa los elementos comprados esa mañana.
Para el pedido u ofrenda a Iemanjá que Bijou haría durante la tarde, tenía expresas indicaciones:
"Comprar un mantel celeste según las posibilidades de la persona, una vela celeste con un lazo de cinta celeste colocado al pie de la vela, una botella de champagne, una copa incolora de vidrio o de cristal, un espejo, un peine, una cajita de polvo de arroz, un perfume con aroma a lavanda y siete flores celestes o blancas".
Bijou se concentró en los deseos que pediría a la diosa del mar Iemanjá. Ya tenía casi todo lo que indicaba el ritual pero le faltaban las flores y el perfume. Éste último lo sacaría del botiquín de Renzo y las flores las cortaría del jardín de su amiga, la dulce y poderosa Mirinha, la tarotista y vidente. Cuando Renzo estuviera durmiendo la siesta, Bijou iría a la playa para cumplir el ritual. Bijou, ansiosa de vida se había aferrado a los ritos mágicos como la hiedra lo hace con el muro.

(c) Araceli Otamendi - todos los derechos reservados

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